Breve reflexión sobre la difamación y el ejercicio periodístico (#063)
No todos los días tenemos la oportunidad, como Don Quijote, de salir a desfacer entuertos.
Se me acaba de informar, por una de las partes, que seré requerido (notificado en la jerga judicial) en estos días para asistir, en calidad de testigo, a una audiencia judicial en un caso por difamación. Aunque tengo bastante claro lo que debo declarar sobre el asunto (en esencia, la verdad) y que este texto de alguna manera puede ser utilizado por la parte contraria para desestimar mi declaración, no puedo evitar aquí compartir el dilema moral, como periodista, que me provoca mi participación en este asunto.
La difamación, (o sea, la denuncia por incurrir en este delito) es el arma que más veces se utiliza contra los periodistas para callarlos, para silenciarlos, para intimidar a quien es una piedra en el zapato, un incordio del que deshacerse. Y aunque los periodistas no somos ni nos creemos héroes sin capa o cosa por el estilo, ante esas amenazas solo hacemos o seguimos haciendo lo único que podemos o sabemos hacer: informar.
A mí me ocurrió, por ejemplo, hace tiempo, que la infografía que el LUM elaboró a modo de resumen del libro de Alfonso Quiroz Historia de la corrupción en el Perú, y que compartí en una página de Facebook que administraba y que llegaba a 250 000 seguidores, no le gustó a muchas personas y, además de los insultos habituales, llegaron las amenazas de costumbre. Uno fue lo bastante listo para esgrimir la “difamación” como arma intimidatoria para ver si así dejaba de compartirla, si la borraba. No lo hice, y esta persona, muy amablemente, me ‘informó’ que compartir información que se consideraba difamatoria (en este caso, el contenido del libro) también te hace cómplice del delito de difamación con las consecuentes implicancias penales. Le agradecí el dato y le sugerí que proceda. Ahí quedó el asunto.
Cuento esto no para presumir de valiente, íntegro o consecuente con mi oficio, sino para reafirmar lo que vengo diciendo. Las dos cosas: que los periodistas siempre tenemos sobre nosotros, como una persistente espada de Damocles, la amenaza de ‘difamación’ para dejar de informar y que esta siempre aparece cuando, precisamente, se acercan más a la verdad.
Por supuesto, para los periodistas esto es pan de todos los días, cotidianos en su quehacer diario informativo. Nada del otro mundo en un medio donde la política se ha envilecido tanto que ya resulta imposible separar la paja del trigo a no ser que sea cribando cada vez más fuerte y más hondo. Pero qué sucede cuando el caso no es uno de política menuda y criolla sino uno de tocamientos indebidos a una menor, del abuso de otra, de un tinglado mafioso y sórdido urdido para apropiarse de una propiedad familiar de varios miles de dólares. Donde los protagonistas son una familia que a su lado los hermanos Karamazov son la familia Brady. Pues nada, hacer lo de siempre: informar. E informar con la verdad. Esa cualidad que incomoda, atemoriza y preocupa a tantos. Por eso somos periodistas.
Aquí no puedo evitar recordar el caso de Oscar Wilde, que acicateado por uno de sus amantes cometió la torpeza de demandar por difamación al padre de este que se oponía a la relación. Ya sabemos como acabó el asunto: con los huesos de Wilde en la cárcel. La Justicia, como Dios, escribe sus designios en renglones torcidos. ¿O son derechos?
Voy a esperar con tranquilidad la fecha de mi comparecencia, como testigo, para informar a los presentes lo que sé: la verdad de la milanesa. Y si después de eso también me denuncian por difamación, diré todavía más. Después de todo, no todos los días tenemos la oportunidad, como Don Quijote, de salir a desfacer entuertos.
Como a menudo leo con retraso (¡hay tanto que leer!), espero que su comparecencia judicial le haya ido bien. Un saludo