Dos libros y un apunte (#047)
Ya les he contado el percance que tuve con Facebook hace meses que me obligó a retirarme de esa plataforma luego de un gran disgusto. Mientras termino de leer algunos libros que han llegado y otros que tenía pendientes para poder reseñarlos, voy a ir recuperando aquí algo del material que publiqué en ese sitio.
1. Austerlitz
¿Qué hay en Austerlitz (2001) que, sin ser propiamente una novela histórica, la recomiendan como si se tratara de una para comprender mejor el siglo XX o la parte más dramática de él? En ella, la tragedia de Jacques Austerlitz es la del desarraigo, la de la búsqueda de una identidad perdida, una lengua perdida, una religión perdida, una memoria perdida. Una perdida que se traduce en el inmenso vacío de saberse extranjero aún antes de confirmarlo, aún antes de agotar todas las formas y posibilidades de averiguación para saber quién es, de dónde viene. Así de hondo es su drama, su angustia que, magistralmente, el autor convierte en nuestra. Este maravilloso libro es mucho más que una novela, más que una obra de ficción. Es un alegato, un recordatorio, un memorial de todos los males y angustias del siglo XX y un monumento a la mayor de las tragedias de un siglo tan pródigo en tragedias. En estos tiempos convulsos, leer Austerlitz de W. G. Sebald es casi un imperativo moral.
2. El infierno de Treblinka
Como muchos (o casi todos), la primera aproximación a la obra de Vasili Grossman fue a través de Vida y destino (1959), esa epopeya moderna que muchos han considerado (y con justicia) la Guerra y paz del siglo XX. Y digo con justicia porque tiene casi la misma extensión de páginas que la obra de Tolstoi, bordea la misma cantidad asombrosa de personajes (casi quinientos) y tiene, como telón de fondo, una guerra tan caótica, sangrienta y cruel como la que narra el autor de Resurrección. Tras concluir la lectura de la monumental novela de Grossman la sensación que nos queda es la de querer seguir leyendo más. En virtud de ese deseo es como muchos llegamos a El infierno de Treblinka, la crónica o despacho que Grossman escribe como corresponsal de Estrella Roja, un diario ruso que al publicarla lo convierte en el primer testimonio en la prensa de los horrores del nazismo y del exterminio en masa de civiles. Y es, desde este punto de vista, donde radica la importancia de este libro. Tanta que fue citada como documento de la parte acusatoria en los Juicios de Núremberg. Más aún, constituye una de las páginas más importantes de la historia del periodismo, pero no por la primicia dada sino por la lección de reporterismo de guerra que ofrece, que esencialmente es lo que es. Para escribirlo, Grossman investigó in situ, interrogó a los sobrevivientes, a los guardias que pudieron ser detenidos, acopió material y documentación que los nazis abandonaron al intentar destruirlo en un vano afán de desaparecer cualquier prueba contra ellos. El infierno de Treblinka es uno de los grandes libros de la historia del periodismo que todo periodista, o aspirante a serlo, debería leer si quiere saber para qué sirve o cuál es la función de su oficio. Además, como dice al autor al final de su dramático libro: “De esto debe acordarse diariamente y de manera severa todo aquel que aprecie el honor, la libertad, la vida de todos los pueblos, de toda la humanidad”.
3. Los Braulios que nos tiene deparados el destino
En un tiempo ya remoto, en la academia preuniversitaria cuando me preparaba para postular a San Marcos, tenía un profesor de razonamiento verbal que era un capo. Su dominio del idioma y de las letras era tal que causaba no poca admiración en muchos de sus alumnos, entre los que me contaba, por supuesto, yo. Mi admiración por él habría sido completa, incuestionable, de no ser por algo que consideraba un absurdo, un disparate de su parte. Cada lunes aparecía en la academia con su revista Caretas bajo el brazo (por aquella época se publica los días lunes), y antes de empezar la clase leía en voz alta la columna semanal de Luis Alberto Sánchez (Cuaderno de bitácora), a la que desmenuzaba (destrozaba sería mejor decir) con lapiceros de colores. Tachaba líneas enteras, subrayaba párrafos completos y, en muchas ocasiones, simplemente dibujaba una enorme equis sobre el artículo completo. Que una coma faltaba aquí, que otra sobraba allá, que ese era un adverbio mal usado, este un verbo mal conjugado, ese un pronombre incorrecto. En fin, para él la columna era un adefesio de texto, un bodrio indigno de haber sido publicado. Y como acto final de su auto de fe textual, arrancaba la hoja de la revista y la arrojaba solemnemente al cesto de la basura. Y todo delante de sus estupefactos alumnos que terminaban convencidos de que el tal Luis Alberto Sánchez era un redomado sinvergüenza que no sabía nada del arte de escribir columnas y usufructuaba un espacio que debería estar reservado para quienes sí sabían hacerlo, como mi profesor de razonamiento verbal por ejemplo. Pero, felizmente, tuve la buena fortuna de tener en la escuela secundaria una profesora de Lengua y Literatura que nos enseñó mucho más que lo que ordenaba el programa escolar, nos hizo leer a raudales y nos orientó por los libros y autores más importantes y significativos del Olimpo literario peruano. Luis Alberto Sánchez entre ellos, así que el gesto semanal del profesor en cuestión era un completo enigma para mí. Mucho tiempo después de estos episodios leí un cuento de Manuel González Prada, El amigo Braulio, que fue una especie de revelación para mí, una epifanía que me permitió entender porque algunos hacían lo que hacían y decían lo que decían cayendo la mar de veces en el ridículo más vergonzoso, como mi profesor. Concluí, en definitiva, que todos, absolutamente todos y cada uno de nosotros, desde un Premio Nobel hasta el más simple mortal (como el que esto escribe), tiene un amigo Braulio a la vuelta de la esquina esperando garabatear los renglones que dibujas y desmenuzar lo que escribes bajo el argumento de que los anima un espíritu de crítica constructiva, que lo hacen por tu bien. ¿Por qué? Porque son conscientes de una pobreza creativa que les impide lograr lo que tú has logrado, por pequeño o insignificante que sea. Mi madre llamaba a esto simple envidia, pero es más que eso. El amigo Braulio no es un vulgar envidioso. Es la constatación de que siempre habrá alguien dispuesto a decir y jurar que si él no puede, tú tampoco. Que si él no es mejor, tú menos. Y eso, por supuesto, es una redomada mentira.
¡Que tengan buenas lecturas!