El verano feliz del congresista Guerra García (#009)
Leo con estupor (sí, estupor) que a la Comisión de Ética del Congreso le va a tomar varios días decidir si la falta del congresista Hernando Guerra García amerita una investigación, y en consecuencia una sanción o no. Recién el fin de semana el resto de peruanos, tanto los que votaron por él como los que no, y en conjunto todos los que estamos condenados a trabajar, sabremos si las prerrogativas que le concede su condición de congresista y funcionario público (que es lo que es finalmente la función de congresista) incluye la de trabajar cómodamente desde la tumbona en una playa o piscina.
Estupor, sorpresa, porque según la presidenta de la Comisión de Ética del Congreso, la señora Karol Paredes, “no existe antecedentes similares al caso de Hernando Guerra García”. ¿Es en serio? Una congresista que registra su asistencia a un pleno mientras se dispone a tomar una ducha, otro que se deleita con videos porno en plena sesión, o el que (también en plena sesión) pretende intimidar por teléfono a un policía que ha intervenido a su hijo, ¿no son suficientes antecedentes, señora Paredes? Pienso, en mi modesta opinión que el desconcierto de la congresista se debe a que el desprecio absoluto mostrado por Guerra García a la institución a la que pertenece y a los que votaron por él (al país entero, en realidad) es más que evidente. Y eso es algo que ha desconcertado a quienes están tan acostumbrados a llamar claro a lo oscuro.
Pero como buen ciudadano voy a acudir en su ayuda y le contaré el siguiente caso, para que pueda fácilmente saber lo que tiene que hacer ante un caso que ha puesto contra las cuerdas a un poder del Estado tan acostumbrado a esconder bajo la alfombra sus más gruesas faltas. Ocurrió en el diario donde trabajó mi hijo cerca de un año, junto con otros seis jóvenes que entraron como practicantes en plena primera ola de la pandemia y cumplieron sus obligaciones tanto de manera remota como, en ocasiones, por la naturaleza de sus comisiones, presencialmente. Acuciado por la crisis que la pandemia generaba, el diario fue despidiendo uno a uno a los jóvenes hasta que finalmente le tocó a mi hijo. Fue el penúltimo en ser ‘suspendido perfectamente’ de ese grupo de siete practicantes. La encargada de comunicárselo, como correspondía, fue su editora. Tiempo después mi hijo se encontró con uno de sus excompañeros que fue recontratado (con un sueldo menor, obviamente) y le contó que la editora también fue ‘suspendida’, pero no por apremios económicos de la empresa. Esta descubrió, por un error involuntario de la editora mientras sostenía una reunión de trabajo virtual, que la señora trabajaba desde un país de Europa adonde se había trasladado con su familia sin comunicárselo a la empresa. Demás esta decir que la reacción de la empresa fue tan rápida como correcta: la despidió de inmediato (perdón, la suspendió). ¿Tan difícil es entender, congresista Paredes, lo que tiene que hacer su Comisión? ¿Necesita que algún congresista esté en la comisión flagrante de un delito para que quedé claro su falta, el delito mismo? ¿Entiende usted que, como el congresista Guerra García, hay miles de empleados públicos que hacen trabajo remoto y que pasar por agua tibia su proceder, a todas luces ilegal, es enviarles el mensaje de que ellos también tienen el mismo derecho y prerrogativa de trabajar cómodamente desde una playa, un bar o desde su tina de baño?
Lo que queda claro es que el grado de incivilidad política al que hemos llegado lo podremos confirmar cuando finalmente la Comisión de Ética del Congreso decida (mejor dicho, sepa) cómo proceder con el congresista Guerra García. Porque en cualquier otro país cívicamente civilizado, verdaderamente democrático, la falta del congresista ameritaría su expulsión, repulsa, sanción, condena más dura que permitiese la ley y la ciudadanía, sus propios colegas. Porque este error que puso de manifiesto el desprecio y burla del congresista por el resto de peruanos que ‘lamentablemente tenemos que trabajar” lo habría puesto de patitas en la calle como el descarado sinvergüenza que es.
Y encima, ¡nos quiere ver la cara!