Los herederos de Fujimori (#052)
No recuerdo ahora mismo el nombre del cronista palaciego de los Reyes Católicos (merecido olvido que se podría confundir con justicia divina) que dio cumplida cuenta de cada año, cada día, cada minuto de lo ocurrido en la corte mientras Fernando e Isabel hacían honor a aquello de “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. En la entrada correspondiente a abril de 1493, el cronista apunta, refiriéndose al encuentro de Colón con los reyes tras su retorno de estas tierras del que ya se tenían noticias previas, lo siguiente: “por aquellas días, el almirante había tocado tierra allende los mares”. Y nada más. Ni la más mínima noticia de lo que el Almirante había traído de vuelta de su viaje, de los resultados de este, ni si había encontrado o no el oro y las especias que fue el motivo de la financiación regia de su aventura ‘allende los mares’.
No he podido evitar pensar en este cronista de su tiempo, con muy mal sentido de la historia o de lo importante, mientras leía las más de 700 páginas de Los herederos de Fujimori. El legado de El último dictador, del escritor y periodista José Alejandro Godoy. De algún modo me lo hace recordar, y de algún modo también me recuerda lo fundamental que es tener un sentido de la historia, de lo trascendente, de aquello que debe ser recordado y recordado a los demás como parte de esa trascendencia, algo de lo que carecía el cronista palaciego en cuestión (bastante común, por cierto, en todo aquel que responde al amo de turno, embobado como está con la mano que sujeta su correa).
Los veinte años que abarca Los herederos de Fujimori constituyen el periodo más nefasto de nuestra historia política si descontamos los diez que le preceden (que son, precisamente, los del fujimorato). Y lo son porque en ellos hemos visto el envilecimiento de la política, el interés económico como único fin personal o político, el enriquecimiento ilícito a costa del erario, además de la normalización del delito y lo ilícito como norma de comportamiento de nuestros políticos. Herencia o no del régimen político que lo precedió es a lo que nos ayuda a concluir este libro. De ahí, me parece, su enorme importancia. Además, se trata de una publicación que por el enorme trabajo de documentación que supone su escritura, abruma al que lo lee de la primera a la última página.
Godoy ha compuesto un libro al que muchos tendremos que recurrir para confirmar un dato, corroborar una fecha, confirmar un nombre. Un libro en el que, como si esto no fuera suficiente, cada dato, fecha o nombre está complementado por comentarios o análisis del autor que, o ayudan a ponderar la información suministrada o nos proporciona el dato imprescindible de lo que este piensa sobre aquello a lo que se refiere. Porque Godoy no es un cronista de nuestra historia política que se conforme con registrar pormenorizadamente los hechos o acontecimientos sino que los juzga, los evalúa, opina constantemente sobre ellos. No es un espectador indiferente o neutral. Nunca. Todo lo contrario. A veces le basta un solo adjetivo, un simple sustantivo para deslizar una opinión, emitir un juicio, concluir lo ocurrido. Podemos estar de acuerdo o no con muchas de sus opiniones, disentir con algunas de sus conclusiones, pero en modo alguno quedar indiferentes ante ellas.
No faltarán los que odien este libro, los que lo desmientan o lo descalifiquen, pero serán los menos. Como menos serán también los libros que, dentro de veinte, treinta o más años sirvan seriamente para reconstruir estas tres décadas (si sumamos, como debe de ser, los diez años de los que se ocupa El último dictador) de vergonzoso ejercicio del poder y de la más vergonzosa todavía manera de hacer política en este país. Y este libro, apuesto, será uno de esos pocos (para desdicha -o ventura- de los mencionados en él).