MVLL: El final de la fiesta (#108)
Como ocurrió con muchos de mi generación, descubrir a Vargas Llosa siendo apenas esolares fue descubrir la literatura moderna, la gran literatura. Con sus novelas aprendimos a ser lectores adultos.
Aunque nos cueste reconocerlo, Vargas Llosa es el chancón de la clase del que esperamos gane siempre el primer puesto, nunca aceptamos menos que eso (el segundo lugar, por ejemplo), y si no lo gana se lo reclamamos, se lo recriminamos acremente. Nos hemos acostumbrado a reclamar del Vargas Llosa genial de las primeras novelas las mismas obras maestras de esa época. Recuerdo todavía muy bien cuando publicó La tía Julia y el escribidor (1977), las reseñas y críticas que hablaban del declive y ‘agotamiento’ del escritor por esa novela que consideraban ‘menor’ y que es una de las más originales que publicó por aquella época, que antecedió, precisamente, a la grandiosa La guerra del fin del mundo (1981).
Nuestra crítica, especializada y periodística, ha navegado a lo largo de los años en esas aguas invariablemente. Ocurrió recientemente con Cinco esquinas (2016) y Tiempos recios (2019), novelas vapuleadas por la crítica, pero que, a mí, personalmente (especialmente la primera) me recordaron al Vargas Llosa joven. Con la publicación de Le dedico mi silencio (2003), creo, ha quedado sorprendida. No sabe, a ciencia cierta, si estar de un lado o del otro, si destrozarla o reconocer que nos ha entregado su novela más peruana, ¡peruanísima!, de todas. Si aplaudir los recursos que ha utilizado para entregarnos un ensayo sobre nuestra música criolla de la que ha escrito en sus Piedra de toque y que aquí explaya de un modo al que no puede sustraerse nadie. ¿Un champancito, hermanito? Ahora sí, parecen responder todos.
Como trasfondo de esta novela, y esa es otra buena razón para leerla, la historia de este país, de su expresión más popular y sus protagonistas más representativos. Una historia, por cierto, contada de un modo tan personal, tan íntimo, que Vargas Llosa transgrede las dos palabras que aquí utilizo: ensayo e historia. Ningún ensayo es tan personal ni ninguna historia tan íntima como la que cuenta en Le dedico mi silencio; así que lo que ha hecho, como diría él mismo, es un strip-tease de sí mismo. Desde la dedicatoria, ni en La tía Julia se descubrió tanto como en estas inolvidables páginas. Y su protagonista, Toño Azpilcueta, con el que tantos de nosotros, catedráticos frustrados (mas no fracasados), intelectuales de una vez por semana en diarios locales, sacolargos inconfesables, nos identificamos a nuestro pesar, es ya uno de nuestros héroes personales.
Mientras escribo esto, con mi ejemplar de Le dedico mi silencio a un lado, tomo conciencia de lo que esta novela significa para muchos de nosotros: el final de la fiesta. El fin de toda una época que se puede resumir en unas siglas: MVLL. Y lo que, de ellas, en materia novelesca, podemos esperar (o ya no) en el futuro. Que ese deslumbramiento que significó para mi generación, como quien hace el amor por primera vez, leer La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral o La casa verde, no volverá a ocurrir. No sé a cuántos de ustedes les ha ocurrido lo mismo, pero la primera vez que leí La guerra del fin del mundo lo hice en apenas tres días. No podía parar de leerla, arrastrado por el trágico destino de sus protagonistas en una épica que solo puedo comparar con Guerra y paz o Los miserables, por la misma impresión que estas obras me produjeron, la sensación de hombre nuevo que me invade cada vez que cierro la última página. Todo eso llegó a su fin, y con una novela memorable.
Como ocurrió con muchos de mi generación, descubrir a Vargas Llosa siendo apenas escolares fue descubrir la literatura moderna, la gran literatura, esa que siempre queda (o quedaba) fuera de los textos escolares. Con Vargas Llosa y sus novelas aprendimos a ser lectores adultos. Y eso es algo que nunca se olvida y que esta hermosa novela nos lo recordará siempre.
¡Qué tengan buenas lecturas!
Esperaba su comentario sobre esta novela. Qué tributo bonito.