Pensar distinto (#028)
Todo libro es bueno, malo o pésimo según el parecer de cada ser humano. Hay ocho mil millones de seres humanos sobre el planeta, así que saquen sus cuentas y calculen la cantidad de opiniones que un solo libro puede generar en cualquier rincón del planeta.
Por otro lado, ningún libro está obligado a gustarle a todos, ninguno; del mismo modo que ningún comentario tiene la obligación de rendirle pleitesía a todo lo que se publica. El derecho a pensar distinto o de no gustar de lo que a otros sí les place, es tanto un derecho como el de practicar una religión distinta a la que el otro profesa: incuestionable. Y como tal deberíamos defenderlo, no cuestionarlo.
A propósito de esto último, tengo varios amigos y conocidos (entre ellos, dos reconocidos historiadores) que nunca han podido acabar Cien años de soledad o nunca pasaron de su tercera página por una sencilla razón: el libro los aburre soberanamente. Así como también conozco a otros a los que La guerra del fin del mundo les parece un artificio literario pretencioso e innecesariamente largo, y por eso mismo ilegible. Podría citar más casos, pero la idea es esta: si estos amigos y conocidos hicieran públicas sus opiniones sobre estos libros y autores casi canónicos, la tribuna reclamaría que sean purificados en alguna hoguera pública. Así estamos.
Si algo he aprendido en mis largos años de ejercicio periodístico es que nunca es posible contentar a todos. Lo único que nos queda, el único recurso al que podemos apelar para hacer bien lo que hacemos es escribir con la verdad. Ser auténticos. Al menos eso tendrán que reconocernos. Y si no lo hacen, ni modo. Siempre nos quedara nuestra mamá para decirnos que leyó nuestra nota y que le gustó mucho. Si acaso.