Como suele ocurrirles a muchos que tienen una gran biblioteca (a veces basta con tener una mediana, incluso una pequeña), toda persona que entra en ella me hace la consabida pregunta de siempre: ¿los has leído todos? Y yo suelo responderles casi siempre lo mismo: sí. Creo. Sé exactamente de qué trata cada libro que hay en los numerosos estantes de mi casa, conozco sobradamente las tramas o asuntos de todos ellos y hay algunos que, con sinceridad, no sé cuáles son sus desenlaces o finales porque el tedio que me producía su lectura terminó por vencerme y dejé para otro momento culminar su lectura (como me ocurrió con El Inquisidor, de Patricio Sturlese, del que no pude ir más allá de la mitad de sus 300 páginas); pero sí, creo que los he leído todos porque no hay uno solo que no conozca como conozco cada centímetro de mi cuerpo.
Recuerdo, por ejemplo, el momento exacto en que leí El Quijote por primera vez, cada una de las ocho ocasiones en que leí Guerra y paz, las innumerables veces que he releído La ciudad y los perros o aquella ocasión en que me sentí transportado a un estado de gracia como no me ha vuelto a ocurrir la vez en que descubrí La montaña mágica, y lo recuerdo todo con detalle porque son libros muy cercanos a mí, que son parte de mi propia historia. Pero del resto, aunque se resientan, no guardo memoria tan detallada de su lectura. Solo sé que los he leído.
No recuerdo en dónde, pero me parece que es Séneca (¿o es Cicerón?) el que cuenta que visitando a un amigo descubrió que este tenía, en su casa, cerca de 500 libros, una cantidad que a él le parece banal, superflua porque nadie tendría tiempo para leer esa cantidad de libros. No quiero pensar en lo que opinaría de mí, o de ustedes, que tenemos libros en cantidades que superan largamente el medio millar.
Algo en lo que la gente no suele reparar es que lo que tienen ante sí, y que les causa tanto asombro, son, en realidad, años, décadas de paciente acopio, compras, recorridos por ferias o librerías de viejo, uno que otro legado, muchos regalos, algún inconfesable hurto (ya les hablaré de eso); en definitiva, cientos o miles de libros que no aparecieron de la nada sino, como dije, que representan una vida entera reuniéndolos, atesorándolos, ordenándolos. En mi caso, desde que estaba en la secundaria. Exactamente el mismo tiempo que llevo desde entonces leyéndolos. Desde esa perspectiva, si se ha dispuesto, como es mi caso y estoy seguro de que es también el de ustedes, de décadas para hacerlo, a nadie debería sorprender nuestra respuesta, ¿verdad?
Y estoy seguro también de que, a ustedes como a mí, no ha faltado el impertinente o el incrédulo que ponen en duda nuestra respuesta y osa someternos a una prueba. La última vez que me ocurrió fue hace poco con una sobrina que vino a poner a punto mi computadora, y al terminar su trabajo me hizo la pregunta del millón de dólares (sí, porque si me dieran una moneda por cada vez que me han preguntado eso, ya tendría esa cantidad de dinero). Le devolví el reto con otro: le propuse que yo saliese del estudio y ella guardaría cualquier libro, el que escogiera, en su mochila. Si yo, al entrar de nuevo, adivinaba antes de tres minutos qué libro faltaba, no me cobraba por su trabajo; y, por el contrario, si yo no lograba adivinar cuál eligió, le pagaba el doble. Ella, por supuesto, acepto gustosa y salí. Y perdió.
Esta es una apuesta que siempre hago y siempre gano, adiestrado como estoy por las novelas de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Haciendo el mismo ejercicio deductivo de Holmes, y sin mucha dificultad, conjeturo que el libro que ella escogerá será uno pequeño, el más pequeño que encuentre para así hacer imperceptible su ausencia en los estantes. Más aún, para complicarme aun más las cosas, ella va a elegir un libro del estante más alto o el más bajo, y de los extremos, asegurándose así que escape a mi vista el espacio vacío. Como no coloco libros pequeños en los estantes bajos para que no los estropee el polvo, sé que de ahí no saldrá. Además, siempre pongo en los lados los libros pequeños o más delgados, para llenar el espacio sobrante. Todo esto sumado a que conozco bastante bien mi biblioteca y la disposición de mis libros en ella. Pero son tantos que está convencida que fallaré. Y en eso Holmes también viene en mi ayuda. Durante su trabajo hemos estado conversando y de inmediato deduzco que es una jovencita que apenas ha leído uno o tal vez dos libros en su vida voluntariamente; así, si elige uno u otro autor, o una u otra edición, no sabe que tan importante es esa edición o ese título para un historiador o un periodista como yo, o valiosa en sí misma, razón por la cual los tengo perfectamente mapeados. Sé dónde están cada uno de ellos. Tal como pensé, eligió “La utilidad de lo inútil”, de Nuccio Ordine (Acantilado), que releo cada vez que me desanima el poco afecto que tienen por los libros, y las Humanidades en general, los jóvenes de ahora.
Hace no mucho una joven ingeniera me pregunto cuál era la utilidad, qué sentido tiene leer novelas porque ella nos las lee, pero siente que está en falta y quiere remediarlo, ¿pero por cuál empezar? Yo le respondí que leer novelas no hace a nadie mejor, o que no hacerlo peor, pero que si uno se habitúa a ellas desde muy joven, en que ayudan a desarrollar la imaginación, entrenar nuestra atención y potenciar nuestra capacidad de abstracción, simplemente se pierden de una forma muy divertida de aprender a aprender, que es, finalmente, para lo que sirven las novelas. Como las de Sherlock Holmes, que acabo de citar, que me han ayudado a ganar muchas apuestas. Así que le propuse que empezara por ellas.
P.D. Por si acaso, al final si le pague por su trabajo a la joven. Después de todo, la culpa de que no lea no es exclusivamente de ella, ¿verdad?
misma pregunta en mi caso, respuesta distinta a la tuya en mi caso...