Una puñalada a la libertad (#030)
«Hay una cosa que tengo que decir. Sospecho que, como no me han matado, mucha gente cree que no hay nadie que trate de matarme. Mucha gente piensa probablemente que todo es un poco teórico. No lo es.»
El ataque el día de hoy a Salman Rushdie, el escritor anglo-indio, sobre quien pendía una fatwa (condena a muerte por blasfemo) desde hace más de treinta años, es un ataque a los más elementales principios de la libertad de expresión, la creación artística y el pensamiento diverso. A los valores que nos definen como una sociedad libre y humanista, sostenida en los cimientos de la tolerancia y la no exclusión. Un ataque que nos demuestra que hemos llegado a la tercera década del siglo XXI sin haber superado las taras del anterior, y que hicieron de ese siglo uno de destrucción, muerte, odio y vileza. Las más grandes que haya conocido la humanidad.
La historia de su condena a muerte por el régimen de los ayatolás de Irán tras publicar Los versos satánicos es bastante conocida, así que no ahondaré demasiado en ello. Aunque lo más probable es que no lo haga porque sigue pereciéndome el absurdo más grande, la atrocidad que cualquier régimen, teocrático o no, se haya permitido mientras el mundo miraba para otro lado y solo le dedicaba discursos y titulares. Ningún país rompió relaciones con Irán por eso, que era lo mínimo tratándose de una orden de asesinato ordenada por el jefe de un estado. Pero ese fue solo el principio. En muchos textos Rushdie ha contado los duros años que tuvo que vivir en la clandestinidad, que estuvo impedido de viajar, de visitar amigos, cuando con todas las seguridades del caso, los gobiernos de Francia y Estados Unidos (los llamados paladines de la libertad) le prohibieron viajar, mucho menos aterrizar en sus territorios. Leer estos textos ahora (reunidos muchos de ellos en Pásate de la raya. Artículos, 1992-2002), mientras su vida pende de un hilo, me hace sentirme cerca de él. Entender esos años de viviendas clandestinas, chalecos antibalas, almuerzos familiares acompañados de policías fuertemente armados; años cruentos que creíamos superados luego que el régimen de Irán declaró sin efecto la fatwa de Jomeini y que le permitió a Rushdie retomar algo de la vida que le habían arrebatado. Pero fue una ilusión pasajera. El atentado de hoy ha demostrado que el fanatismo, el peor de todos ellos, el fanatismo religioso, no descansa. No da tregua a su odio insensato.
No hay Dios, religión, partido o causa alguna, por noble que sea, que justifique el asesinato de una persona. Más aún, quienes han pervertido el verdadero mensaje de Dios son aquellos que, en su nombre, esclavizan mujeres, predican el odio y la intolerancia y menosprecian la vida al extremo de ordenar segar una y prometer el paraíso por hacerlo. Cualquier Dios que premie esto, es un Dios de maldad e inequidad y por eso mismo nada tiene que ver con el islam. Nada. Yo hace mucho, cerca de los veinte años, decidí volverme ateo por completo cuando, desde mi adolescencia, intuía que la idea de un Dios único y todopoderoso, además de uno que gustaba mandar catástrofes y calamidades como castigo, donde morían tanto justos como pecadores, se resentía con mis más elementales sentimientos humanistas, con el tipo de solidaridad y empatía que algunas lecturas habían empezado a sembrar en mí. Por supuesto, luego entendí que la religión es una cosa y la Iglesia, otra muy distinta. Pero ni aún así volví a creer en Dios o en un Dios, sea cristiano, musulmán o hebrero, que a fin de cuentas debe ser él mismo que, cada cual, ha querido convertir en el verdadero. Ni siquiera las hermosas palabras que Borges dedica al Dios de Spinoza me hicieron volver a creer en uno. Por eso, y porque creo en el poder de la palabra, en el verdadero poder de la palabra, es que lo sucedido de hoy me subleva. Me subleva y enoja como hace mucho no me sentía.
Hace poco, respondiendo a un comentario que me acusaba de escribir con rencor sobre el libro de un autor que simplemente no me gustó, escribía que pensar distinto (como profesar una religión distinta) es un derecho inalienable, lo más natural del mundo. La esencia misma de la civilización. Pero hay gente que no entiende. Gente que no entiende que desde una tonta acusación hasta sacudir violentamente del brazo a otro que no está de acuerdo contigo es el germen de la intolerancia, el desprecio por las ideas del otro, el odio que nos lleva (o llevará) a crímenes mayores. Como el de hoy, por ejemplo. Porque no se necesita tener un puñal en la mano para caer en las redes de la intolerancia. A esos hay que atajar desde el principio. Con firmeza.