Corrector de estilo (#048)
Como ocurre con los poetas, novelistas o futbolistas, un corrector de estilo se hace en la práctica diaria, perseverante y ardua de fatigosos años de continuo ejercicio.
Algo que siempre me preguntan, cuando menciono mi trabajo, es en dónde se puede aprender o qué libro te enseña a ser un corrector de estilo. Para lo primero, respondo que en la Escuela de Edición de Lima, indefectiblemente; para lo segundo, hay varios manuales, tanto peruanos como extranjeros y muchos de ellos realmente buenos (como Manual de corrección de textos, de mi amiga Sofía Rodríguez, que debería ser obligatorio en la mesa de trabajo de todo aquel que tiene a la palabra escrita como instrumento de trabajo). Pero, si nos ponemos en plan de armar polémica, diré que ser corrector de estilo no se aprende en un manual, taller o curso, mucho menos en uno o varios libros. No se decide ser corrector de estilo, se descubre que uno puede servir para eso.
Por supuesto, hay correctores profesionales, como los lingüistas (de quienes he aprendido y aprendo mucho cada día), pero están también los otros, como yo, que aprendimos el oficio en maratónicas jornadas de trabajo en imprentas y salas de redacción. Porque como ocurre con los poetas, novelistas o futbolistas, un corrector de estilo se hace en la práctica diaria, perseverante y ardua de fatigosos años de continuo ejercicio y, especialmente, abundantes lecturas.
En mi caso, llegué a la corrección de estilo de manera casi casual y sin proponérmelo. Mi maestro y mentor en la universidad, don Miguel Maticorena, observó que mis trabajos no solo estaban bien redactados, sino que además no tenían incorrecciones ortográficas ni gramaticales de ningún tipo. Así, un día decidió que era hora de presentarme a un impresor amigo suyo, el señor Arriola, el encargado de imprimir la revista de la Academia de la Historia, de la que mi profesor era miembro de número y encargado de la misma, y que tenía su local al lado de Palacio de Gobierno.
El señor Arriola, que era tal vez el último representante de eso que llamamos un caballero a la antigua, se portó muy bien conmigo y tuvo la paciencia de un monje benedictino de enseñarme los rudimentos del oficio, porque, como me explicó, una cosa es saber escribir correctamente y otra muy distinta corregir correctamente. Es decir, sin inmiscuirse demasiado en el texto original y traicionando —mortificando— al autor (quien mejor explica esto es Pablo Valle en su clásico Cómo corregir sin ofender. Manual teórico-práctico de corrección de estilo). Él necesitaba alguien con ambas habilidades para revisar las galeras de los libros y revistas que imprimía, porque los que trabajaban con él o realizaban una labor descuidada o una incompleta. Y esto último tenía que ver con mis estudios en Historia, alguien que pudiera distinguir entre Hobsbawm y Hobsbawn, o cuando el autor se refería a Hinostroza o Inostroza.
Por aquella época remota recién se empezaba a imprimir en offset y lo digital aún estaba en el terreno de la ciencia ficción, así que lo que aprendí fue el abecé de la corrección de galeradas, primer paso hacia la corrección de estilo. Porque a veces solo se trataba de detectar simples errores de composición de la caja o del tipo elegido, que una vez impreso decía o se leía distinto a lo que se esperaba.
Un día el señor Arriola, compungido, me dijo que tenía que dejarme ir. Un amigo periodista, a quien le debía muchos favores, necesitaba urgente un corrector para la sección del diario a su cargo. Así fue como entré a trabajar a la sección Inactuales del diario Expreso, cuando lo dirigía entonces don Manuel D’Ornellas, un periódico muy distinto al que se ha convertido hoy en día.
En Expreso aprendí todo lo que se necesita saber sobre la corrección propiamente, porque si hay algo que exija claridad, sencillez y brevedad realmente efectivas es un texto periodístico. Así, luego de dos años de trabajo y cierres de edición, ya podía considerarme un corrector de estilo. O al menos un aprendiz, porque lo siguiente que aprendí en la escuela de Expreso es que en este oficio (como en casi todos) uno nunca termina de aprender.
Fue entonces cuando ocurrió lo mejor que me ha pasado en la vida y lo único que podía animarme a dejar Expreso, donde era muy feliz descubriendo y corrigendo entuertos: entré a trabajar como asesor de investigación del doctor Jorge Puccinelli, en San Marcos.
Fue Puccinelli, con quien nunca podré estar del todo agradecido, quien completó mi formación como corrector. Fue él quien me enseñó a corregir libros, manuscritos, la simbología de la corrección y, lo principal de todo, a mejorar un texto respetándolo. Fue un auténtico Maestro. ¡Gracias, Doc, ahí donde esté!
Pero lo verdaderamente valioso de trabajar con Puccinelli fue descubrir la gran verdad que encierra este oficio y que me motivó a escribir este largo y tedioso texto: para ser un buen corrector hay que leer bastante, y con bastante no me refiero a cantidad sino a variedad. Él, por ejemplo, me hizo leer a todo el Siglo de Oro español para familiarizarme con un lenguaje y un léxico que echaba en falta en mi formación.
Fue él, además, quien me instó a leer, completitos, los 46 tomos de los Episodios Nacionales de Galdós que me prestó uno a uno hasta leerlos todos. Nunca supe si quería hacer de mí un galdosiano (que es finalmente en lo que me convertí) o completar mi formación literaria. Porque (y esa fue la gran lección de Puccinelli) si no lees o eres poco afecto a la lectura, no sé de dónde salió la peregrina idea de que quieres o puedes ser corrector. Esto, que puede ser una obviedad, no lo es tanto. He tenido más estudiantes de periodismo de los que quisiera que me han confesado que no les gusta leer. Cuando les he hecho notar esa condición casi contra natura, me han respondido que “no se preocupe, profe”, porque ellos “se van a dedicar al periodismo televisivo”. Ahí lo dejo.
No quiero desmerecer ni bajonear a nadie, pero lo que un taller, curso o manual hace por ti como corrector es a afinar y mejorar ciertos aspectos del oficio, no el oficio mismo. Y a acreditarte, claro (hasta que a alguien se le ocurra la idea de crear el Colegio de Correctores del Perú para ejercer legalmente el oficio, como ha ocurrido con los historiadores).
Espero que este texto les haya servido. A un alumno, cuyos padres imaginaban como el sucesor de Bayly, lo convencí de que lo suyo era la música y abandonara la facultad de Periodismo, lo cual hizo. Sus padres casi me demandan. Hoy, su hijo ve por ellos y les ha asegurado una vejez tranquila y sin apremios económicos de ningún tipo, mientras los visita entre gira y gira.
Hoy, corrijo hasta los avisos de oferta de los puestos del mercado. Como el escorpión de la historia, es mi naturaleza, estoy condicionado a corregir o ver errores en todo lo que leo. Así ha sido desde que tengo memoria. Y por lo que soy muy, pero muy feliz. Perdón por eso.
¡Qué tengan buenas lecturas!
Usted redacta bastante bien, pero incurre con frecuenen en el queismo. Ejercitarse para superarlo.