¿La historia del futuro o el futuro de la historia? (#222)
A propósito del despido del historiador Manuel Burga como director del LUM.
Esta es una historia que a mi me gusta mucho contar (de hecho, me gusta tanto que ya le he contado aquí una o dos veces me parece). Estábamos en los últimos días de clase del cuarto año de Historia en San Marcos y la noticia que tenía entusiasmados a los estudiantes era que el profesor Manuel Burga retornaba a la universidad después de un par de años de estudios posdoctorales en Francia. Días después, la noticia no solo se confirmó, sino que terminó de poner de vuelta y media a los alumnos de quinto año (el último de la carrera y que cursaba yo): Burga había pedido que le asignen el curso de Seminario de tesis, que se dicta en último año, en vez del de Introducción a la Historia, que se dicta a los cachimbos y que él solía dictar, porque deseaba compartir con los futuros historiadores todo lo aprendido durante su larga estancia francesa. Obviamente, se lo asignaron.
Burga planteó el curso como un seminario en el que discutiríamos ocho libros claves de la historiografía mundial. Ocho libros que destriparíamos para conocer cómo fue escrito, cuáles fueron sus fuentes y el tratamiento que el historiador hizo de ellas, si la hipótesis de trabajo estaba bien planteada y mejor demostrada; en definitiva, cómo había sido escrito ese libro y si el autor había conseguido lo que se proponía en él. Solo llegamos a destripar cuatro de los ocho libros propuestos en los casi cinco meses de clases, un tiempo en el que leí, para poder leer esos cuatro libros, decenas de otros más. Nunca en mi vida, en mi casi medio siglo como lector, leí tanto en tan poco tiempo como en aquella ocasión. Fue una experiencia memorable e instructiva, aleccionadora que hasta el día de hoy me es útil. Fue en ese seminario de Burga que aprendí a leer, en serio, un libro de historia y que hoy, en que me dedico a comentar libros, me sirve tanto. Pero fue, sobre todo, en ese seminario que con mis compañeros (y con compañeros quiero decir generación) concluimos lo que ya sospechábamos, lo que nadie se atrevía a decir por temor a ser tildado de exagerado o sobón: Burga era uno de esos sabios de San Marcos de los que tanto hablan los libros de Historia y que uno podía saludar, como a cualquier mortal, en los pasillos del pabellón de sociales.
Tiempo después, cuando asumió la dirección de la Maestría de Historia de San Marcos, lo entrevisté con ese motivo para el diario donde trabajaba. Me atendió y respondió a mis preguntas con la cordialidad del viejo maestro que recibe a un exalumno, así que la conversación fue bastante distendida y larga. En la poco más de una hora que duró la entrevista, Burga dijo tantas verdades, planteó muchas interrogantes y compartió tantas ideas sobre la educación superior en el país que resultó una tarea hercúlea resumir esa conversación en 900 palabras. Fue en esa ocasión que comprendí lo que significa ser historiador y, más aún, ser historiador en el Perú. Nunca más, desde entonces, he vuelto a referirme a mí mismo o a presentarme como periodista e historiador. Ese día, con Burga, comprendí que tener una licenciatura en Historia no te convierte en historiador y que solo quien produce auténtico conocimiento histórico (aunque no haya pasado por un aula universitaria) y hace (y tiene) las preguntas indicadas, puede llamarse historiador. Así que hasta cuando conversa, Burga da cátedra.
Este historiador y maestro de historiadores acaba de ser separado, despedido, del cargo de director del Lugar de la Memoria (LUM) de un modo tan incomprensible como poco elegante. Un despido que es un baldón para quien lo perpetra y una distinción para quien lo encaja. Porque despedir a Burga del modo en que ha sido despedido y las razones que se han dado solo mancilla el nombre de quien firmó la resolución de su despido. Cuando los guardias civiles de Tejero irrumpieron en las Cortes españolas a punta de disparos, el viejo dirigente comunista español Santiago Carrillo no se tiró al suelo como las decenas de parlamentarios. Cuando alguien le preguntó por qué no lo había hecho, él solo respondió: «¡Porque tengo nietos!». Ese sentido de la vergüenza, el honor, la trascendencia, el temor al ridículo, es algo que hoy se ha perdido. Hoy nuestros políticos y quienes nos gobiernan pueden despedir a alguien como Burga, uno de los últimos sabios que nos quedan, y hacerlo del modo en que lo han hecho y sentirse ufanos, que han cumplido con su deber, y no morir de vergüenza. Y esto de cumplir su deber no es gratuito.
(Fuente de la imagen: Diario La República).
Para nadie es un secreto o una novedad que hay una arremetida conservadora a nivel mundial. Una ola de conservadurismo y antiprogresismo que ha calado tanto en las mentes de tantos que hasta lo evidente y consumado hoy no solo es puesto en duda, sino reemplazado por un discurso negacionista y falseador que quiere pasar por histórico, la ‘historia que no se contó’ o como ‘verdad histórica’ lo que no es otra cosa que un cúmulo de opiniones o prejuicios. Este es un tipo de discurso que le encanta difundir, apoyar y encumbrar a quien no le gusta, precisamente, la Historia, la que sí es. O sea, la que ha sido construida, escrita con fuentes, documentos, hechos contrastables y no con opiniones o videos de YouTube.
En ese sentido, no es de extrañar que hoy se separe de la dirección del LUM a alguien como Burga y que un ingeniero que nunca cursó estudios de historia, trasegó en modo alguno archivos o bibliotecas y se trasviste de superhéroe de cómic sea recibido en el Congreso y le den tribuna como historiador. La clase de historiador que este régimen quiere y necesita para contar la historia de estos tiempos, su historia. La historia del futuro. Nada que extrañe tratándose de un régimen que está convencido que los sospechosos de corrupción no escapan, los investigados tienen derecho a que se les informe cuando van a revisar sus domicilios en busca de pruebas en su contra y que la educación en este país es, esencialmente, un negocio, su negocio. Despropósitos que el Congreso perpetra y el Gobierno sanciona sin observar ni siquiera una coma de leyes tan perniciosas y antidemocráticas como absurdas. La historia del futuro con tintes orwelianos, cuando no una representación de cómicos ambulantes (no los shakesperianos sino los de la Plaza San Martín).
Ahora mismo está circulando una carta de desagravio a Manuel Burga que están promoviendo y firmando sus colegas historiadores. Es el lenguaje de las formas, el formulismo que la corrección manda y las circunstancias obligan como respuesta al atropello, la intolerancia, el autoritarismo galopante. ¡Pero qué ganas de mandar al carajo a esta gente!
(Hoy tocaba publicar El libro de la semana, pero he privilegiado publicar este boletín. Para no abrumarlos con más de dos boletines diarios, mañana les comparto el correspondiente).