Mi mujer, mis libros y yo (#262)
Avatares de una biblioteca revuelta y puesta de cabeza (o al revés).
Desde hace poco más de medio año llevo una rutina de trabajo a la que ya me he acostumbrado. Trabajo en un COAR a tres horas de Lima y cada fin de semana vuelvo para ver a la familia, engreír a mi hija de cuatro patas y recoger los libros que han llegado y que comentaré los próximos días. En ocasiones (en realidad, la mayoría de las veces) empiezo a revisarlos y no falta alguno que atrapa mi atención y paso horas leyéndolo, hasta que mi esposa o mi hija me reclaman salir a comer, pasear o ambas cosas.
En noviembre, en que preparamos los exámenes finales y las pruebas tipo examen de admisión para los de quinto, entre otras cosas, tuve que dejar de ir a casa por tres semanas. Mi esposa lo tomó como una oportunidad: «te prepararé una sorpresa». Aunque insistí en que me dijera qué tramaba, no soltó prenda. Cuando luego de esas tres semanas fui a casa, me enteré de lo que había hecho: decidió pintarla, toda. Sentí un estremecimiento que minutos después confirmó mis peores temores.
Mi biblioteca, de cerca de cuatro mil volúmenes, está distribuida por todo nuestro departamento, y aunque no hay espacio de él en el que no haya libros (a excepción de los dos baños), sé exactamente donde está cada uno. O al menos lo sabía. Para pintar la casa mi esposa movió muebles, estanterías y libros. Todos ellos. Mi esposa asegura que entre ella y el pintor y su asistente bajaron los libros y los volvieron a subir a su mismo lugar, pero ahora no encuentro nada. Ninguno está en el lugar donde debería estar. Ni uno solo. Peor aún, quien devolvió los libros a su sitio nunca ha tenido trato con ellos, jamás a abierto uno y, muy probablemente, jamás ha leído uno porque no sabe cómo funcionan: hay muchas estanterías donde los libros están puestos al revés, es decir, con el lomo hacia adentro. Recordé, entonces, que Ortega y Gasset cuenta, en el primer tomo de El Espectador, que para los indios de Nueva Zelanda lo más importante, lo característico de un libro es que éste se abre y se cierra: por eso lo llaman con la misma palabra que utilizan para almeja, de los que deduzco que quienes pintaron la casa deben de ser neozelandeses.
El caso es que ahora, como decía, no encuentro nada. Hasta los 20 o 25 títulos que había sobre mi mesa de noche, libros que siempre tengo a la mano para consulta o que continuamente releo, como son la selección de cuentos de Chejov en Penguin o mi edición de El conde de Montecristo en Navona (la mejor que existe en nuestro idioma de este maravilloso libro) están desaparecidos, perdidos en alguna parte de la casa. Tampoco logro ubicar un Diccionario de historia y política del siglo XX de la editorial Tecnos (uno de los veinte como los llamo yo), que pese al tiempo transcurrido desde su publicación (2001) es el que más utilizaba en mi trabajo. Y de la trilogía Millennium, que prometí obsequiar a un alumno, solo he podido ubicar el tomo segundo. Corrí con mejor suerte con la tetralogía de Ruiz Zafón, de la que ya solo me falta ubicar el segundo volumen, El juego del Ángel, que también prometí a un alumno (la manera que tengo de premiar el buen desempeño de mis estudiantes es obsequiándoles un libro, con lo que obtengo buenos resultados).
Puede parecerles exagerado lo que les digo, pero es la primera vez que me siento realmente huérfano, como si me hubiesen amputado un miembro. Y aunque entiendo las buenas intenciones de mi esposa, no puedo evitar culparla de lo sucedido. Hoy, mientras intentaba poner en orden una parte de la biblioteca, lo cual no es fácil por la cantidad de volúmenes que tengo y la forma particular en que estaba organizada, le conté que Hemingway, que se hallaba en otra ciudad, le pidió a la suya que le trajera el manuscrito de la novela que estaba escribiendo y que ella olvidó en el tren donde viajó. Hemingway se divorció de ella por esa pérdida irrecuperable (el manuscrito nunca apareció). «No sé cómo voy a hacer, pero te prometo que voy a ordenar tu biblioteca», me ha asegurado mi esposa. Yo, por si las dudas, voy a empezar a buscar un abogado de divorcios.
¡Qué tengan buenas lecturas!
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